jueves, 25 de marzo de 2010

Baradero, Lucas, el Estado y vos

Publicado en Artepolítica

Un tipo común se hace internar en un hospital público. Se escapa, aparece en bolas y a los gritos por la calle, la policía lo caga a patadas. Lo internan de nuevo y muere. Un problema pulmonar, agravado por el uso de drogas. Nadie sabe quién es, y el tipo queda guardado más de un mes en la morgue. Sin identificar, como NN. Esa sigla maldita, como tantos otros, justo este mes. Dos pibes van en moto, en la motito, por un pueblo del interior bonaerense. El control municipal los quiere parar, no llevan casco. La camioneta los persigue, los choca, y los mata. Los vecinos prenden fuego la municipalidad.

Una de las aristas fundamentales para analizar los casos de Lucas Rebolini Manso y de Baradero es el rol del Estado. Una de las aristas menos mencionadas, por cierto. Lucas consumía cocaína, lo que lo convertía en un criminal bajo la vetusta ley de drogas actual, muy a pesar del último fallo de la Corte Suprema al respecto. Ingresó al Hospital Fernández con un "cuadro de exitación general" y escapó a las pocas horas. Lo encontraron desnudo y en la calle, en actitudes que los representantes del Estado (médicos y policía), bien podrían considerar de "insanía", aunque nunca se lo declaró formalmente insano. Y ahí llegamos al primer problema. ¿Qué hace el Estado sobre la locura?

"No somos libres para hacer lo que se nos cante el culo. La sociedad tiene su policia de la poesía. (...) En este mundo no te hagas el loco porque no somos tan libres. Hay una cuestión legal, una red que te caza como un pescado, como una trucha", explicó el actor Alejandro Urdapilleta, que estuvo internado por sus adicciones, a la revista THC. Lucas lo descubrió de la forma más dura. La policía lo cagó a patadas. Como no tenía documentos, nadie sabía quién era. Los médicos se deben haber cagado de risa cuando decía que era el hijo de Antonio Grimau y Leonor Manso. Murió solo e ignorado, si es que en algún momento pudo registrarlo.



El caso de Lucas ilustra cómo opera el Estado con los locos. Una mezcla entre El Proceso Kafkiano y The Prisioner, esa película de 1967 -magistralmente parodiada en Los Simpson- que cuenta sobre una isla a donde llevan a todos quienes saben un secreto trascendental; los prisioneros son mantenidos a raya con diversas drogas, y quienes intentan escapar nunca lo logran. El Estado reprime al loco, porque atenta contra el status quo. El loco, además de peligroso, pone en evidencia que la sociedad es la que conduce irremediablemente a la locura. El loco puede mostrarle al resto, a quienes no son lo suficientemente sensibles ni irracionales, que la sociedad es la que no funciona, no ellos. Y eso es peligroso. Por eso se lo reprime. ¿Está bien? No sé, tal vez. El problema, en definitiva, son los otros representantes del Estado ante el loco. Es la policía que lo golpeó y maltrato, aunque la autopsia diga lo contrario. Ahí está uno de los grandes déficits de casi 30 años de democracia: no lograr una policía que respete los Derechos Humanos. Era (es) una necesidad básica, una bandera formidable para el progresismo, y se la terminó robando Macri y su Metropolitana. ¿Y cómo puede ser que bajo un gobierno que enarbola el derecho a la identidad tengamos más de un mes a un tipo muerto sin saber quién es? No hay explicación que alcance.

El caso de Baradero es distinto. Tenemos por un lado al Estado (inspectores, intendente). Del otro, "la gente". En el medio, una realidad: en las motos, en "la motito" símbolo del crecimiento, viajan dos, tres, y hasta cuatro personas -muchas veces niños apenas- ninguna con casco. Y como dijera un célebre pensador contemporáneo, nadie hace nada. Nada hace la maestra de la primaria que ve llegar a los chicos con guardapolvo pero sin casco. Nada hace la policía, menos en un pueblo chico, donde se conocen todos. Quedaba el control municipal, como última red de contención, para imponer una norma. Pero en lugar de eso, los inspectores se subieron a la camioneta, encerraron a los dos pibes que iban en la moto y se los llevaron puestos.

Podría hacer un ejercicio de sociología berreta para decir que buena parte de la clase media argentina desciende de los italianos y españoles que fueron lo suficientemente anarquistas como para escapar de los Estados europeos de entonces, y que ese rechazo a la autoridad subyace en el inconsciente colectivo. Pero no. Cierto es que "la costumbre corrige las leyes", pero ¿se puede corregir la ley de tránsito cuando ya nos acostumbramos a que 8.000 personas mueran en accidentes todos los años? Tampoco.

Entonces, ¿debe el Estado hacer aplicar su norma? Sí. ¿Justifica eso a los inspectores que atropellaron a dos pibes? De ninguna forma. La reacción de gente tampoco se justifica, pero es entendible. No hablaremos de "infiltrados" ni de doble intencionalidad, porque desbordados hay en todas las manifestaciones más o menos espontáneas. La violencia fue la manifestación de personas que rechazan el control estatal en un aspecto de sus vidas (el tránsito) y adjudican al Estado la muerte de dos personas. Por algo los agredidos fueron todos representantes del Estado: los inspectores de tránsito, la policía, el intendente, la municipalidad incendiada.

El Estado en Argentina es endeble. Es chico para las funciones que se le atribuyen. La burocracia local es incipiente: pocos son los funcionarios que permanecen, muchos son los que cambian cada dos o cuatro años. La democracia argentina es tan directa que pone a los políticos y a los funcionarios en el llano, donde cualquiera les puede pegar un cascotazo o batirles un "¿Y vos quién carajo sos?". Hay que estar dispuestos a esas cosas en tanto no tengamos una burocracia profesional, y los mediadores entre el Estado y "la gente" deben saberlo mejor que nadie. O como dice el Escriba, "Es dura, la política en Argentina, muy dura".

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