lunes, 5 de marzo de 2007

El arrabal

Casi tropieza con el escalón de la salida. Botella en mano, profirió improperios en su patinada media dicción, al patovica botón, esa trola desalmada y a todo el mundo en general, porque correspondía. Al levantarse y sacarse el polvo de las rodillas, agradeció que aún fuera de noche. No habría soportado otro viaje con el sol de frente quemándole las retinas, pensaba mientras doblaba la esquina de Honduras. Caminar por Palermo a estas horas no es seguro, cavilaba: no posee la cantidad de leyendas tenebrosas de Flores, ni los violentos engendros de Lugano; ni siquiera cede ante la gravedad del agujero negro radicado en Parque Chas. Pero tiene sus peligros, razonó. Dobló la esquina y entró en un callejón que se le hacía familiar: ha caminado por allí muchas veces, pero más lo ha transitado con la mente. En algunos cafetines del barrio se cuenta la leyenda del arrabal, trampa para bohemios ebrios que salgan a patear sin rumbo fijo entre las dos y las cuatro, los días que mengua la luna. Trastabilló y cayó, intentando recordar el resto de la historia sin éxito, mientras la oscuridad se abalanzaba sobre él. Una botella recorrió frenéticamente el empedrado y chocó contra el cordón, con un ruido seco de plástico contra cemento y la etiqueta de un glaciar montañoso mirando al cielo.



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