martes, 5 de diciembre de 2006

El Señor X llevaba una vida que no era la suya. El destino le había preparado algo, pero alguién lo cagó desde arriba, satelitalmente, le escupió el asado y le movió todo. Sus padres eran los suyos, es cierto, nadie lo había cambiado al nacer. Él era él, pero quien era no coincidía con la persona que, estaba escrito, tenía que ser. X Vivía en un lugar donde no debía, ni de donde era. Se había críado en un lugar ajeno y había estudiado algo equivocado, para llegar a una carrera equivocada. Era amado por las mujeres que no le correspondían. Su espíritu era el de otro, y se sentía desubicado en todo lugar. Ni siquiera el club de fútbol por el que hinchaba le pertenecía: se le rompía un poco el corazón cada vez que entraba con la hinchada que alguién le dio por error.
Como los caminos cósmicos se cruzan con fatalidad, un día el Señor X caminaba por cualquier calle del universo cuando se topó con el Señor Y. Entonces lo vio y se vio: se dio cuenta de que el Señor Y era él, era la persona que el destino había querido que fuera. Era inconfundible, a pesar de no haberse visto nunca. El Señor Y, por supuesto, también llevaba una vida ajena y secretamente tendría que haber sido X todo ese tiempo. Como correspondía, para hacerle honor al destino, intercambiaron vidas. El balance que alguien, no se sabe quién, había alterado, volvía a ser.
Al principio, el Señor X (o Y) estuvo muy feliz de encontrarse con su verdadera vida, la que el destino le había asignado. Pero muy pronto comenzó a sentirse ajeno en su propia vida, la que le correspondía. Su vivienda no le causaba comfort sino nostalgia. Su carrera era igual de estresante que la otra, pero a duras penas podía hacer su trabajo. El Señor Y, o X, pasaba su período de oficina tratando de recordar los buenos momentos del liceo, y fallaba. Las mujeres de los señores los recibieron con inicial pasión intempestiva, pero se fueron enfriando a medida que sus hombres enrarecían. Los huesos y la piel de ambos estaban demasiado duyos, ya, y no podían volver a amoldarse. Se terminaban sintiendo igual de incómodos en todos lados: el Señor XY no pudo soportar que
su club de fútbol, el que le correspondía, descendiera dos categorías en dos años, mientras que YX no encontraba algarabía en los festejos por el campeonato mundial de lo que se suponía era la pasión deportiva de su vida.
Los señores se dieron cuenta de que habían cometido un error y corrieron el uno hacia el otro para volver a la normalidad. No sabían si el destino los había jodido o si habían metido la pata ellos, pero querían volver a ser quienes no eran para estar en paz. Sucedió que los hombres no siempre corren igual, en especial cuando corren hacia ciertos lugares bajo el sol. Ninguno pudo ni supo correr como el otro, y el esfuerzo los minimizó. Cuando se encontraron en algún punto del universo, estaban demasiado cansados de correr a otro ritmo, y exhalaron al mismo tiempo.
Fue un mismo funeral para ambos, porque las mismas personas los lloraron bajo la lluvia. Trajeado de negro y mojándose sin inmutarse, miraba de lejos el Señor Z. El destino, o los diablos que meten la cola, decían que él debía ser X, o Y, o ambos. Pero el Señor Z sabía que era mejor no hacerle caso a esas cosas y siguió su camino.

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