Hará unos veinte años, un dibujante de historietas estaba sentado en la sala de espera de un editor para pactar la animación de una serie de cortos basados en su tira Life in Hell. Al historietista, sentado en ese sillón de cuero, tal vez le haya pegado la manzana newtoniana, tal vez le haya desbordado el jacuzzi que compartía con arquímedes, imposible saberlo. Lo que se sabe es que se dio cuenta de que animar su serie implicaba la pérdida de derechos de publicación que no estaba dispuesto a enajenar. Cuenta la leyenda que procedió a garabatear y en 15 minutos esbozó una familia, con el genio y la frescura que sólo tienen las cosas que se hacen en 15 minutos. La oficina pertenecía al productor James L. Brooks, el dibujante era el señor Mathew Abraham Groening y la familia engendrada fueron Los Simpsons.

No recuerdo exactamente cuando llegaron Los Simpsons a la Argentina y a mi vida (Update: Wikipedia dice que en Telefé en 1992, pero en los comments queda demostrado que se dieron antes por cable, en el '90,) por el simple hecho de que tengo poca memoria y poca vida antes de Los Simpsons. Recuerdo algunas borrosas vacaciones, los días de jardín de infantes, ciertas actividades, pero no mucho más. No hay un antes y un después de la serie en mi vida, sino que la serie coincide con mi vida. Es un hito único en nuestra generación, como la caída del muro de Berlín, el cambio de milenio, el ataque a las torres y el 20 de diciembre. Generó códigos comunes: todos sabemos qué es un Ha-Ha, un ¡Ouch! y el citar frases memorables de ciertos capítulos se ha convertido en santo y seña entre amigos y gente que no se conoce mucho.
Recuerdo haber ido una sola vez a misa, y la recuerdo bien. No la necesitaba, pues ya tenía la propia: elude a mi mente las veces en las que, cualquier día, no estuviera frente a la pantalla, clavado a las 20.30. Matt Groening tenía la palabra revelada y sus diez apóstoles, los escritores, se encargaban de difundirla. No hay sabiduría válida que no se pueda aprender de Los Simpsons: "El rock alcanzó la perfección en el '74, es un hecho científico" Homero dice, y uno va luego y confirma la tesis. "El dinero se intercambia por productos y servicios", frase emitida por el cerebro de nuestro héroe al encontrar U$S20 en lugar de un maní, reemplaza años de teoría contable, según me han dicho exalumnos del Pellegrini. Las búsquedas espirituales de Lisa y sus cruzadas morales por las cosas que uno sabe correctas nos dicen que el mundo puede ser un poco más justo o más mejor.

He estado peleado a muerte con mi padre, con mi familia, con el mundo, pero inclusive en esos tiempos, los domingos Falduto y yo nos sentábamos en el mismo sillón y mirábamos Los Simpsons, en silencio, como sube la marea. Es que también es un puente entre generaciones, las de Homero, que siempre tuvo unos treintaytantos a pesar de nacer en 1955, y las de Bart y Lisa, clavados en 10 y 8 ("No, a ésta altura no debería tener 21" dice un reciente pizarrón). No hay sociología que valga para explicar éste tipo de comuniones.
En abril, Los Simpsons cumplirán veinte años. Hoy tengo veinte años. La serie tal vez algún día muera, en la vigésima o vigésimo cuarta temporada. Cambiará como cambiaron a Homero de tonto a imécil agresivo a partir de la décima temporada, como cambiaron para peor las voces de doblaje. Medio mundo gastará renales fortunas en DVD's o nos lanzaremos a l'interné a piratear 400 episodios de felicidad. Porque ya no son parte de nuestras vidas, sino que son nuestras vidas. Y en ellas, el cénit será el tercer impacto, la película, éste 27 de julio.
Se me erizan los metatarzos.